Histerias Cortas

relatos de vidas pasadas, presentes y futuras.

186 días

186 días sin escribir son poco más de 26 semanas. Eso es un aproximado de 4,464 horas y -para mí- entre 2,418 y 3,720 cigarrillos. Un mínimo de 100 litros de cerveza y 13 litros de alcohol -más algunos litros de vino- con sus respectivas, vamos a redondear, 744 meadas. Calcular los tacos sería arriesgado, pero podría apostar por algo mayor a 500 sin ningún problema. Seré sincero, en mi caso, no contaría más de 18 manzanas. Unas 20 idas al cine y otras 30 películas vistas en casa. Vamos a decir que son 930 horas dormido y, arriesguémonos por el doble de horas en la cama. Unas 39 pesadillas, 52 sueños, 20 ensoñaciones, 13 blackouts y el resto podría adjudicárseles a las noches de insomnio. Unas 66 llamadas perdidas y 11 números desconocidos. 558 emails, de los cuales sólo 93 en verdad se leyeron. Miles de fotos que no importan y un par que jamás podrán ser olvidadas.

A la ecuación deben agregarse las variables no cíclicas. Los casi 40 cm y no sé cuántos -pero poquitos- gramos de pelo con valor negativo. Los kilos de más y los 17 milímetros menos en la expansión de la oreja derecha. Un poco de tinta roja en la palma de la mano izquierda, a la que podría dársele un valor de 15,000 o 20,000 piquetes de aguja. Un perro con más de 811 kilos de comida y unas 300 heces; no es necesario contabilizar sus meados. 3 promesas rotas, 11 sueños cumplidos, 7 premoniciones, un nuevo miedo y, también, 2 nuevos platillos favoritos. 5 libros regalados y alrededor de -ahora que se ha perdido el vicio- 12 libros leídos.

Por otro lado, hay cosas incalculables, como el miedo. Para decidir el valor del miedo en la ecuación basta contabilizar los hubiera. A menor cantidad de hubieras, menor miedo. Miedo a la muerte y a la vida, que podría llamarse riesgo. Y, en cuanto al nomiedo, en 186 días pueden verse fijamente unos 11,160 ojos, pero puede ser decisión propia ver de otra forma sólo a dos, en específico, los suyos. Pueden haberse tocado más de 200 manos pero extrañar sólo un par cuando se está solo en la habitación, tirando la moneda al aire de si esa noche entrará al registro una de las 39 pesadillas o no. Pudo ser fácil en un inicio pero, darle un número a los «te amo», justo ahora, sería mentir. Es imposible calcular las sonrisas y las carcajadas; que así sea, pues, en el punto en que uno puede calcular las sonrisas y las carcajadas, ya se está más allá de 186 días viviendo en la miseria y, probablemente, se es capaz de fumar bastante más de 3,720 cigarrillos en ese lapso de tiempo y dormir más horas de las que se está acostado, rebasando el promedio de 39 pesadillas sin problema. Los sueños a futuro pueden apretarse entre los puños y darles valor de uno, aunque valgan por dos o hasta tres. Debe haber, por lo menos, 186 planes deshechos por el cómo se van dando las cosas pero, se despedazan en tantas partes que siempre se puede armar  nuevos con los sobrantes. Un bonche de pruebas, problemas y desafíos que pueden responderse con un invaluable «juntos somos más fuertes» y suficientes abrazos sinceros como para cambiar más de un destino.

En 186 días hubo mucho de todo -incluida una nueva vida- excepto letras.

He vuelto a escribir

Le tomé miedo a escribir y me duró meses. Le tomé miedo porque escribir me compromete con varios vicios y, a decir verdad, a mí me encantan los vicios. Vicios que hablan y se mueven y habitan la casa y se van por la mañana sin decir más, o más aún, vicios que casi no hablan, se mueven poco y no se van por las mañanas.  Tengo una relación de amorodio con los vicios que no cambian. Como la boca con sabor a cigarro viejo ensalivado al despertar o el ron sin desayuno, o los humos que dan risa, o las gotitas, cuadritos, piedritas, cristalitos, pastillitas y todo aquello que oculta su potencia tras un diminutivo. Me gusta decirme que dejé de escribir por estar ocupado o mejor aún, por que no tengo nada que decir. También me excuso diciendo que se me complica escribir cuando intento vivir como si cada día fuese el último, aunque a veces se me escape la vida por entre las horas y horas de insomnio y desidia, viendo el techo o buscando algún trasto viejo que lamer en la cocina de mis recuerdos. Cuando me da por ser sincero, digo que es porque preferí callar todo lo que sucedió desde la última vez que escribí pero, sucede que no es sólo hablar de lo que ya pasó, sino que también le tomé miedo a escribir a futuro, a que un día decida que es buen momento de contar una historia donde alguien muere y suceda que, por azares del destino, se lo lleva su madre, o su padre, o la flaca, o cualquiera que sea el personaje que nos lleva a nuestra muerte. Le tomé miedo a escribir por las comas y los puntos y todo eso que parece tener una eterna necesidad de parar e interrumpir la verborrea que es mi último escape para no pensar cuando no tengo nada claro y sepasuchingadamadre qué demonios es lo que se supone que voyquierodebotengo que hacer. Pero, otras tantas, me gusta reconciliarme con el ritmo. Hablar quedito, despacio. Como si no hubiese problema en tomarme mi tiempo. Mirarte fijo. Decidir si te creo o no. Si te veo o no. Cortarlo todo en pedacitos para entender mejor, o al menos intentarlo. Parar las orejas en esos lapsos en los que la verborrea tiene a bien parar y deja de entrometerse en todo lo que no le afecta pero por alguna extraña razón le importa. Y entonces, sin haberlo pensado, me doy cuenta que he vuelto. Que aún herido y maltrecho, una vez más, he vuelto a escribir.

Pasado

Despertar y fumar por inercia. Pasar por encima de la ropa sin correr las cortinas, sin regar las cenizas. Entrar al baño y abrirse el pecho frente al espejo. Justo después de afilarse los colmillos, afeitarse la lengua y abrillantarse los ojos. Bajar las escaleras y patear al gato, burlarse de su cola por extrañar la propia. Poner el agua hervir, con el corazón dentro. Tomar el café dulce y ver las tripas regadas en el suelo. Salir de casa, sin destino, azotar la puerta y quebrar la llave. Mirar el cielo y encontrar un sol que parece bola disco.  Abandonar el auto y, en vez, caminar descalzo sobre espinas o, mejor aún, arrastrarse sin dar otro paso. Ir a comprar cerveza con la panza en el suelo y volver volando. Beber hasta quedar en ruinas. Perderse entre las calles y notar que se ha olvidado la cartera en algún sueño. Robarlo todo, incluso los recuerdos. Perderse de nuevo. Hablar a la cara sin enfocarla y balbucear lo que se siente pero no se entiende. Regresar a casa solo. Dormir acostado todos los días y preferir hacerlo en un árbol, colgado por el cuello.

Carta de un suicida enamorado

Aquella mañana lluviosa y a pesar del mal gusto obvio, cierto periódico amarillista publicó la carta de suicidio de un joven doctor, cuyo cuerpo fue encontrado inerte en su apartamento la noche anterior.

«Colgué el título de médico-cirujano al lado del retrato de mi abuela. No nos tocó sonreírnos para festejarlo, murió unos meses antes de que iniciara el internado. Visité su tumba por primera vez hace 52 días. Murió en el pueblo donde nació, y yo, conocido entre los colegas como «el trabajólico», haciendo honor excesivo a mi profesión, no me di tiempo de ir antes. Mi abuela vivía sola, así que el grabado de la lápida estuvo a cargo de amigos y vecinos. «Aquí yace una mujer con mano santa. Madre, abuela, hermana e hija de todos. La salud y vida entregada en esta vida te abrazará en la eternidad»

Cuando regresé a la ciudad tras esa visita rápida, participé en una operación de pulmón. Seguí el protocolo de la lobectomía hasta ver el interior de aquella mujer. No había mucosa, manchas o tumores; había telarañas y sus tejedoras, cientos de ellas, llorando, y nadie más pareció escuchar el llanto de las arañas en la sala de operaciones. Tras el impacto inicial, la alucinación desapareció y logré terminar mi trabajo. Después vinieron decenas de casos. Intestinos y colonostomías por contener nidos de diminutos dragones en su interior que se abalanzaban furiosos a las manos de quienes participaban de forma más directa en el proceso. Ojos con cataratas que necesitaban una facoemulsificación por contener cenizas con todo y olor a quemado. La sutura de un par de muñecas rebanadas adrede que manaban espuma e inundaron el quirófano con el sonido del mar. La extracción de una piedra de obsidiana brillante que, al parecer, todos los demás siempre vieron como un tumor alojado en un costado del cerebro y aquel hombre que, al practicarle un bypass tenía el interior de su estómago lleno de gusanos que lograron ser mariposas el día que murió. Lo escuché decirle «te amo» a una chica que lo visitaba de vez en cuando justo antes de fallecer.

Decido no morir con mi interior repleto de arañas tristes o dragones enojados, de cenizas o gusanos. Esta es la carta de un suicida enamorado.»

Disfrazado

¿Y si me aparezco ante ti disfrazado? Con las orejas gachas y lentes oscuros, con el rabo entre las patas y el aullido mudo. Una gabardina larga, un sombrero de copa, un bastón de madera y un cigarro en la boca, con mi mochila repleta de recuerdos y sueños.

¿Y si me acerco de puntitas y me pongo a tu lado y me quito los lentes y con los ojos te digo que te amo, y me dejas entrar a tu casa y dejo la mochila en el suelo y se escapan los recuerdos y salen volando los sueños, y el cigarro se apaga y como humo se esfuman los anhelos y azota el bastón en el rincón de nuestros miedos, y no necesitamos su apoyo, y no dependemos de ellos, y ante ti me quito el sombrero y también la gabardina, como si fuese un ave en vuelo, y saco el rabo de entre las patas, alzo las orejas y me quedo en cueros, y ya desnudo se me olvida lo mudo y a falta de luna le aúllo al techo, y ahí, sin nada más que ofrecerte, con una de mis garras me abro las costillas y me arranco el corazón del pecho?

Descanso

Dejé de escribir un mes, así lo decidí, a manera de un pequeño descanso. En este tiempo me pasaron algunas cosas, les cuento 13 para no perder la buena suerte:

  1. Fui con una bruja que lee la mano y me dio una pócima de amor que me dejó ciego. Recuperé la vista al cubrirme los ojos con mis manos.
  2. Ayudé con la fogata en un temazcal. Al presentarme dije querer renacer y cuando me pidieron la primera piedra, yo ya estaba en el fuego.
  3. Un día abrí las ventanas para orear los recuerdos de viejos amores y esa misma noche me di cuenta que sabían trepar.
  4. Invité a cenar a Esperanza y no me avisó que vendría a casa acompañada de Soledad. Sólo una se quedó.
  5. Cociné tantas veces usando el corazón para sazonar su comida que cuando me lo pidió para cuidarlo ya se había acabado.
  6. Llegué tarde a algunas citas y más de una era con la muerte.
  7. Le escribí cientos de poemas a una sirena y se los envíe en las botellas vacías de mi alcoholismo ocasionado por su indiferencia.
  8. Un día desperté con resaca y me asomé en el espejo. No era yo, era una mujer, quien ebria, había decidido quedarse dentro de mí.
  9. Fui a un bar y conseguí el teléfono de una nueva musa. Dejé de escribir semanas por falta de crédito y cobertura.
  10. Una flor de ciudad me tatuó una flor de tinta en la mano con la que creo flores de papel. Aún no sé cuál de esas flores es para siempre.
  11. Viajé a otro país para olvidarme de un recuerdo que me estaba esperando en el aeropuerto.
  12. Para ahorrarme el pasaje, pedí aventón. Me recogió alguien que iba camino a la chingada.
  13. Empecé a ayunar con un enema. Cagué gusanos que no lograron convertirse en mariposas. Hasta hoy sigo un régimen que prohibe comer ilusiones.

Azul cielo

Me enamoré de una mariposa. Lo hice sin pensarlo, sin tiempo. Un día -caminando por la playa- la vi como una manchita en el sol, una gota de mar en el cielo. Es chiquitita y tiene alas azules, que lo mismo son de espuma o de hielo. Anda siempre alegre, revoloteando sin importarle otra cosa. Tiene un par de antenas que le sirven para leerlo a uno por completo pero, aún si llega a descubrirme una mentira, siempre preferirá leer lo que siento. A veces, cuando pasa mucho tiempo sin visitar una cascada o extraña el rocío de las mañanas, puede parecer marchita, un tanto triste, un tanto amarga. Sólo necesita una caricia o que le diga «ven, pósate en mi dedo». Caminamos juntos un rato, y yo no sé qué pretenda ella, pero con ella en la mano, yo finjo que vuelo. Me he tatuado su sonrisa en el pecho, esa que pone cuando abre sus alas que parecen ojos, y me mira como si no pasara nada y muda me dice todo. Por las noches, va solita a colgarse de una rama y se mete en su capullo, se vuelve crisálida. No le importa si truena o llueve. Ella sigue con lo suyo, no me dice nada y yo sólo le digo «anda, aquí te espero». Me enamoré de una mariposa eterna, que nunca para y nunca muere.

Quiero olvidarlo todo

Un día desperté y la memoria había vuelto, excepto los rostros. Aquel golpe en la cabeza con la bola de billar me había dejado más problemas que una quemadura de cigarro y la cicatriz en plena frente. El doctor dijo «amnesia anterógrada postraumática» y ante mi cara, aderezó con «por un tiempo, día a día, no vas a recordar nada que haya pasado antes de que vayas a la cama». El tiempo había hecho su trabajo y a manera de respuesta, sólo me dejó una libreta de notas llena de fotografías. En las primeras hojas estaban escritos recordatorios y consejos básicos como «toma café», «no uses el auto», «siempre carga la cámara» y «que siempre sea en tu cama». Después aparecían las fotos. La primera chica era hermosa. Ojos color miel, cara redonda y alargada como la nariz, el pelo negro y corto, guiñaba un ojo. «Paola», decía en la parte inferior de la instantánea. «Alimentaba las palomas en el parque». Podía evocar perfectamente las imágenes de su sonrisa y la forma idiota en que decidí empezar la conversación, el árbol de flores amarillas que el viento regaba por el sendero, la sensación en el estómago, sus manos, el beso; incluso, podía recordar los poemas que le recité camino a casa. Después, «Claudia» -pintaba frente a un puesto de flores- que era rubia. Fue fácil recordar cómo visitamos los museos del centro histórico tomados de la mano y la cena en la terraza de aquél café. Nadia era una pelirroja con nariz de bola y sobre un pintoresco «mimo» en la descripción, reía. Alicia era una violinista que ponía el estuche abierto a sus pies y Angélica andaba con su carpeta de dibujos bajo el brazo, aunque yo no tomé esa foto, era un autorretrato. Karen había estado leyendo un libro en un café-pastelería y Ximena era tan pequeña y simpática que nadie podría imaginar cómo bailaba y bebía. Caro tenía unos dientes tan blancos como su tez, una sonrisa gigantesca, sin tapujos. Nelly trabajaba en un cabaret y María, su hermana, fue quien regreso a casa conmigo y preparó el desayuno. Susana fue una coincidencia en un elevador de la vida, una psicóloga que no llegó a la cita de ese día. Marcela estaba loca y Verónica era maestra de yoga. Daniela era una poeta que cantaba enamorada de la vida. Erica era un dulce que vivía de la cocina y Camila la doctora que de inicio advirtió no curar corazones rotos. Los nombres seguían y seguían; la libreta estaba llena de grandes personajes. Había chicas que vivían de la música, la moda o escribían. Con algunas había desayunado en la cama aún sin recordar quienes eran y otras al despertar ya no estaban. Pero la cama las recordaba a todas. Abogadas, empresarias, casadas, viudas y divorciadas. Algunas llamaban cierto día y yo, apenado, les explicaba lo que ocurría. «No es que no quiera recordarte, es sólo que no puedo hacerlo». Las edades variaban. Había un par de chicas cuya foto decía «bruja» y otra que decía «fantasma». Eran decenas de mujeres, todas hermosas y complejas, con singulares y extravagantes historias. Empecé a recordar detalle a detalle cada una de las vivencias y se me aceleraba al corazón al pensar en ellas. Desde aquél día, no más hechizo de vida nueva al amanecer. No había nadie para mí. La cama había perdido su poder y ninguna estaba ahí conmigo. No había alguien a mi lado fumando un cigarrillo y tampoco existía con quién compartir el desayuno. Desde entonces no supe dónde buscar, eran un millón de recuerdos y ni una sola eternidad.

Negación

No soy yo. No soy quien escucha una canción que le recuerda a ti. No soy quien canta notas de humo que construyen deformidades. No soy quien espera -abandonado en un sillón- que la lluvia continúe y caigas con ella. No son estas manos huérfanas las que escriben. Yo estoy en otra parte, besándote el vientre y preparando café.

Soledad

Yo sufro de insomnio y -la verdad sea dicha- es su culpa, no mía. Fue ella quién empezó con esas visitas nocturnas a las que me volví adicto. Llega puntual, a una hora acordada de forma tácita. Se sienta a mi lado y a veces pasa un buen rato sin decir nada, en silencio. Cuando no, me cuenta mil cosas, siempre pasadas, siempre las mismas. Me dice que se la va la vida buscando cristales de sal en agua o empeñándose en esculpir con la brisa los reflejos de un recuerdo, el sonido de un beso o la textura de una sonrisa. Cuando llora yo me quedo callado, aunque me tortura cada gota. Nunca me habla de él pero, confiesa que por el día, vaga como enajenada por las calles, buscando sus pisadas. Dice que escucha su voz en tangos y boleros, en jazz, blues, rock y hasta el ladrido de los perros. Cada noche está más pálida y cansada, la piel se le pega a los huesos y las ojeras son el centro de su cara. Debo decir que no me hace nada bien que venga a casa. Apuñala mi sueño entre sus palabras. Yo intento permanecer firme, le animo fingiendo convencimiento y le cuento -a mi manera- que la vida renace cada mañana y que el sol calienta los rostros de quienes orean sus tristezas. Al final, siempre sonríe. Con un tímido resplandor en su mirada, me da un abrazo delicado y me dice «gracias». Al irse, me deja contagiado de su esencia, y en sueños, como ella, busco cristales de agua o esculpo, con la lluvia que derramo, quimeras y esperanzas.